martes, 25 de abril de 2017

LA INSOPORTABLE LEVEDAD DEL WEBLOG

A principios de 2004, no sé bien porqué, yo decidí dar un paso al frente y comencé a publicar en Internet: decidí entonces abrir mi primer blog en el ciberespacio. Y, bien, no tardé mucho en comenzar a compartir contenidos e ideas con gente aún desconocida para mí, hombres y mujeres aún jóvenes que llegarían a ser con el paso del tiempo algunos de mis mejores amigos de toda la vida. Y, muy pronto, para mi sorpresa, alguien me avisó de que había llegado tarde a la fiesta, que aquella manera tan novedosa para mí de dar a conocer mis pajas mentales, de publicar mis textos incipientes para lectores de todo el mundo, era ya una forma antigua de comunicarse y expresarse. Alguien me avisó de que, como forma de arte político, el weblog, al menos, estaba ya profundamente muerto. Y, bueno, esto ya me había pasado antes. Cuando comencé a interesarme por la literatura Barthes me avisó de que el autor estaba ya muerto. Cuando comencé a interesarme por el arte Danto me dijo que estábamos ya ante el fin del arte. Cuando comencé a interesarme por la filosofía Rorty me dijo que estábamos ya ante la evidencia profunda de un inútil cadáver. Y fue entonces cuando yo escribí “La Insoportable Levedad del Weblog”. Mucho ha llovido desde entonces, muchos fueron los blogs que yo mantuve durante un tiempo en la red, y que aún pueden ser visitados. Y en marzo de 2017, tras un largo paréntesis existencial y creativo, yo decidí volver a la red y comenzar a publicar en SZASZZ, EL VIOLENTO OFICIO DE ESCRIBIR. Han pasado ya un par de meses y la experiencia de esta nueva singladura no puede ser más desalentadora. Si algo me imantaba de los viejos weblogs (además de la colosal facilidad de publicación, al margen de cuestiones técnicas), era la tremenda vitalidad que conllevaba compartir textos, enlaces, comentarios, esa infinita categoría de las relaciones humanas que, en la red, se abrió para mí como una flor exótica y que hizo que, a partir de ese momento, yo pasara mucho más tiempo en el ciberespacio que (como diría Javier Echeverría) en el primer entorno. Todo esto está definitivamente muerto. Las visitas a SZASZZ son pocas, por no decir inexistentes. Y, desde marzo de 2017, solo el bueno de Marcos Taracido (responsable del mítico e imprescindible LIBRO DE NOTAS) ha tenido a bien dejar su inteligente huella en el único comentario que, hasta la fecha, he conseguido robar a mis exiguos lectores.
Ahora, la conversación, me temo, se ha trasladado a las páginas de FACEBOOK, aunque ésta no tiene nada que ver con la magnífica conversación que llevábamos a cabo en el universo weblog. No voy a perder ni un segundo aquí para detallarles las “delicias” de FACEBOOK; creo que ustedes las conocen bien y no creo que merezcan la más mínima apostilla. Y, bueno, si alguien está aún interesado en saber qué fue la experiencia weblog, qué fue esa encantadora experiencia que se llevó lo mejor de mis días, le aconsejo que eche un vistazo a “La Revolución de los Blogs”, el excelente libro de José Luis Orihuela. Ahora, pasado el tiempo, yo ando rescatando de la nube todos mis textos: quiero pasar estos a papel, en formato libro. Les he pedido a algunos de aquellos amigos unas pequeñas líneas que pienso incluir a modo de prólogo en lo que será la edición futura de mis DIARIOS en el ciberespacio. Quizás, las líneas que me ha remitido Marcos Taracido sean las que mejor reflejan qué fue aquello que tanto me imantaba y en lo que yo dejé las mejores energías de mi vida. Esto fue la experiencia weblog, en palabras de Marcos Taracido: “Entonces Internet era una cafetería de instituto, un barrio a lo sumo, y nosotros jóvenes rebosantes de ideas y de ganas que nos lanzamos a algo cuya capacidad sólo intuíamos. Hicimos amigos virtuales que todavía queremos. Comunicar y compartir; no interesaba la publicidad ni el patrocinio, los trolls eran apenas gnomos exaltados y el intercambio de ideas era la moneda de cambio. Cualquier tema era susceptible de ser el armazón de una bitácora o de una web, y floreció el conocimiento libre tan rápido como se reproduce la hierba en primavera. Ubicuidad, inmediatez, facilidad de acceso… Los jóvenes de hoy jamás entenderán esos comienzos en que todo se estaba construyendo, como hace décadas que los privilegiados no entendemos cómo se vivía sin electricidad. Hoy, pocos años después, Internet es una urbe gigantesca con todas las metáforas deliciosas y perversas que se puedan imaginar. Este es un texto melancólico y, por lo tanto, parcialmente falso; no me importa, aquellos tiempos lo merecen”.

lunes, 24 de abril de 2017

ROPA, MÚSICA, CHICOS

La vida es un breve nudo cósmico que se deshace en nuestras manos sin que podamos apenas evitarlo. Quizás la vida de Viv Albertine no tenga nada de extraordinario, pero la vida de Viv Albertine, contada por ella misma, con una claridad y una desnudez extrañas, resulta inesperadamente extraordinaria. “Ropa, Música, Chicos” (Anagrama), no es un libro complejo o complicado, no contiene acertijos herméticos o endiabladas tramas, no es oscuro y tenebroso como una tumba cerrada, no contiene enigmas indescifrables o mensajes indecidibles u ocultos. Y quizás ahí se encuentre la raíz del problema; quizás ahí se encuentre la tremenda dificultad que encuentro en hablar del libro de Viv Albertine. ¿Qué se puede añadir a lo ya dicho?, me pregunto. ¿Qué se puede decir de una vida que, en su totalidad, ya ha sido comentada y expresada? Todo en “Ropa, Música, Chicos”, de Viv Albertine, es diáfano y transparente, todo es viveza y sinceridad arrolladoras, todo es brutalmente honesto: sangre y vísceras, sudor y lágrimas. Y quizás por ello me resulte tan dificil hablar del libro de Viv Albertine. Como los viejos elepés, “Ropa, Música, Chicos” tiene una cara A y una cara B. La primera podría titularse “Sexo, drogas y punk”. La segunda, “Hay vida después del punk”. Viv Albertine llega a Londres en 1958 con cuatro años, procedente de Sidney. Las memorias de Viv Albertine arrancan con su infancia y adolescencia, entre descubrimientos musicales, conciertos, primeras escapadas y primeras experiencias adultas. A finales de los setenta, dos encuentros lo cambian todo: conoce a Mick Jones y descubre a Patti Smith. A partir de ahí, Viv Albertine se integra en la emergente escena punk y vive en primera línea aquellos años de revuelta, provocación y excesos: los Sex Pistols, Malcolm McLaren, Vivienne Westwood, los Clash, Sid Vicious y Johnny Thunders, la formación del grupo de chicas The Slits, en el que toca la guitarra, los locales míticos, el Soho, con sus cines porno y sus clubs, los conciertos salvajes, la heroína, las peleas con skinheads, el descubrimiento del free jazz y la gira con Don Cherry…, hasta que a principios de los ochenta su banda se disuelve. Arranca entonces la cara B, con la necesidad de reinventarse, el interés por el cine, un aborto, una hija, el cáncer, el divorcio y su nueva situación como mujer madura, tema al que dedica una canción: “Confessions of a MILF”.
Escribe Simon Frith en “Música e identidad” (Cuestiones de identidad cultural, Stuart Hall y Paul du Gay compiladores. Amorrortu): La actitud más corriente en estos días es asociar la búsqueda de la homología a la teoría de la subcultura, las descripciones del punk o el heavy metal, por ejemplo; pero el supuesto ajuste (o falta de ajuste) entre los valores estéticos y sociales tiene una historia mucho más prolongada en el estudio de la cultura popular. Esto dice T. S. Eliot sobre Marie Lloyd: «Lo que la elevó a la posición que ocupaba al morir fue su comprensión del pueblo y la simpatía que sentía por él, y el hecho de que el pueblo reconociera en ella la encarnación de las virtudes que más auténticamente respetaban en la vida privada (...) Yo la califiqué de la figura expresiva de las clases bajas». Las primeras “figuras expresivas” de Viv Albertine (un claro ejemplo de la vida vivida por las clases bajas londinenses de las décadas de los 60’ y 70’ del siglo XX) fueron Beatles (sobre todo John Lennon) y Kinks; después todo se desencadenaría en el tiempo y los héroes y las figuras expresivas se irían sucediendo hasta que la propia Viv Albertine coronase su propia experiencia y encontrase en los escenarios del punk una manera de justificar su propia vida. En el fondo, pienso, la música nos hace y la música nos deshace; la música nos hace un breve nudo cósmico que luego nos vemos obligados a deshacer, para volver de nuevo al breve nudo cósmico, y así eternamente. Como escribe Gina Arnold, en “Route 666. On the Road to Nirvana”: «Henry Rollins dijo una vez que la música existe para amueblar nuestra mente, ‘porque la vida es tan cruel y la televisión tan vil’». O como escribió Anthony Storr, en “Music and the Mind”: «Llegar a ser lo que somos es un acto creativo comparable a la creación de una obra de arte». Eso, exactamente, es lo que cuenta Viv Albertine en sus memorias: el acto creativo de toda una vida, la creación de una obra de arte. No es fácil, empero, ser malo cuando suena la música.

viernes, 21 de abril de 2017

POÉTICAS

En general, nunca he estado demasiado interesado en comparar “poéticas”; en el fondo, nunca me ha interesado demasiado la justificación poética, creo que la poesía, en todo momento, se justifica por sí sola. No obstante, una poética, la de Félix de Azúa, incluida en “Joven poesía española” (Ediciones Cátedra, 1993), me ha tenido siempre verdaderamente imantado, creo que, salvando el tiempo, la distancia, y la experiencia transcurrida desde 1993, es lo más interesante que he leído nunca sobre poesía. Escribe Félix de Azúa en su poética: “No creo que sea necesario inventar una definición de la poesía cada vez que se presenta la ocasión propicia. En cambio, siempre es instructivo recordar definiciones olvidadas. Una de ellas, quizás de las más lúcidas (y desde luego la que comparto con menos vacilaciones), es la que da Novalis en un fragmento del 18 de abril de 1800: ‘El don del discernimiento, el juicio puro, cortante, sólo con suma prudencia puede aplicarse a los hombres, si no quiere herir de muerte y suscitar un odio general. El entendimiento es odioso, en parte por la tristeza que produce al arrebatarnos un error que nos consolaba, pero también porque nos provoca el sentimiento de estar siendo víctimas de una injusticia. Y esto es así porque el juicio más exacto, al separar lo indivisible, al hacer abstracción de todo cuanto arropa un hecho, las circunstancias, el territorio, la historia, etc., se acerca en exceso a la naturaleza misma de la cosa, la estudia como fenómeno aislado y olvida que se trata de un miembro perteneciente a un conjunto en cuyo interior adquiere su auténtico valor. Es esta mezcla de verdad agresiva y error insultante lo que hace que el entendimiento sea tan hiriente. La poesía cura las heridas producidas por la razón. Ya que en ella se componen dos elementos contradictorios: la verdad que supera y la ilusión que encanta’”. Azúa cita a Novalis, y yo cito a Azúa, y subrayo: “La poesía cura las heridas producidas por la razón”. Hay algo en la poesía que nos invita a rebelarnos contra la línea recta del pensamiento, contra los conceptos ideológicos que duermen profundamente en nuestro inconsciente, contra las suposiciones metafísicas de la filosofía heredadas a lo largo de la historia. La razón nos hace tanto daño que, llegado el caso, decidimos acudir a la poesía para tratar de aliviarnos, para tratar de ver la vida de otra manera, para avizorar el horizonte sin la pesada carga de ese equipaje que nos convierte en inútiles monos racionales, en sombras ilusas y vanas. Pero vayamos con cuidado, es preciso tomar distancia de nuestras palabras y tratar de aclarar las cosas; Azúa, en esto, se rebela un tipo ciertamente inteligente. Escribe Azúa: “En esta definición (en realidad, la definición desnuda sería algo así como: ‘la poesía es la droga que sana las heridas producidas por la razón’, o todavía más brutalmente: ‘la poesía es el opio del saber absoluto’), Novalis, como último enciclopedista, como alguien dedicado a la clasificación, todavía puede permitirse definir desde dentro de lo definido. Su definición de la poesía es perfectamente poética. Dudo mucho que después de Novalis pueda definirse la poesía sin cometer el error insultante que él mismo se encarga de denunciar”. Definir desde dentro de la poesía: una definición de la poesía perfectamente poética. Ahí estaríamos a salvo, en ese lugar podríamos llegar a entendernos sin cometer la terrible salvajada de pergeñar palabras vanas para definir lo indefinible; sólo haciendo poesía se puede definir o justificar la poesía.
Esto es lo que pensaba Félix de Azúa allá por el año 1993. Cuando lleguemos a nuestros días veremos cómo ha cambiado el pensamiento de Félix de Azúa con respecto a las posibilidades de la escritura poética, a las posibilidades en general de la poesía. Pero vayamos por partes. En su “Justificación” a su “Poesía, 1968-1988” (Hiperión), Félix de Azúa abundaba es esta idea: “Todo cuanto acabo de escribir es un cuento. De esto sólo se puede hablar contando. ¿Cómo íbamos a decir algo sobre la poesía que no fuera poesía? Y si lo que decimos no es poesía entonces no decimos nada de ella, sino contra ella, contra su capacidad para silenciar la charlatanería, y a favor de las diferencias instrumentales, a favor del progreso. También, entonces, todo lo dicho es charlatanería”. Si habláramos de la poesía (como yo mismo, me temo, estoy haciendo ahora), sin hacer poesía, estaríamos haciendo una traición inexplicable a las palabras, y estaríamos trabajando a favor de los enemigos fundamentales de la poesía: la razón, el progreso, lo instrumental, etc. Aquella poesía que se tiene por razonable, progresista, instrumental, es de todo menos poesía, es pura barahúnda mediática, puta basura. Y sé bien en quién estoy pensando ahora, pero voy a callar para no cometer el pecado de señalar con el dedo. Pero volvamos a la poética de Félix de Azúa; en relación a la definición de Novalis, escribe: “Es, por otra parte, el último momento en que con toda honestidad puede afirmarse que la poesía tiene un rango de verdad superior a la verdad de la razón (verdad superadora, frente a verdad agresiva). Después de Nietzsche, tal afirmación pecaría de nostálgica, y siempre habría un psicoanalista para señalarnos el diván con gesto imperativo. Que en la actualidad no pueda afirmarse lo mismo, que no sea legal afirmarlo, no quiere decir que la definición de Novalis carezca de fundamento. Todo lo contrario. Sin embargo, aquellos que toman poesía como quien toma opio, alcohol, alucinógenos, o simplemente mitos, corren el riesgo de verse aislados (es decir, definidos) por la verdad agresiva y el error insultante. Quede, pues, reservada esta droga para quienes tengan heridas mortales y les importe poco todo lo que no sea salvar la vida”. Aquellos que tomamos poesía como quien consume drogas, sabemos bien a qué se refiere Félix de Azúa. Aquellos que cargamos con heridas mortales, y a quienes no nos importa nada más que salvar la vida, sabemos perfectamente en qué estaba pensando Félix de Azúa cuando escribió su magnífica poética allá por el inefable año de 1993, allá en el extraño pasado.

jueves, 20 de abril de 2017

EL LUGAR DEL CRIMEN

“Intentó faltar a la verdad, a pesar de lo mucho que esperaba de ella. Las noticias, sin embargo, más allá de los pequeños trastornos domésticos, no eran buenas. Él, algo embriagado, hubiera escrito: “estoy contento de que te interpusieras en mi camino”; pero el crimen no admitía, en honor a la verdad, andarse con juegos o metáforas. Nada que sonara a falso, a mentira, a falta de afecto; nada que sonara a nada fuera de contexto. Y él sentía la obligación de ser real, real por un momento (And what can I tell you my brother, my killer, What can I possibly say?), cuando el verdadero crimen se había cometido a tan sólo unos cientos de kilómetros (¡Mi madre no existe –gritaba aún el asesino-, mi madre no existe!). Y él deseaba poder explicárselo a todos y explicárselo a sí mismo, como quien muestra las pruebas inequívocas de un diagnóstico infantil equivocado; como quien vive todavía trabajando (intercambiando) herramientas de la infancia”. Y, sí, las primeras noticias de un crimen, desde Frigiliana, me llegaron a finales de octubre de 2007. La compañera de Jorge, una maestra en excedencia mayor que él con la que llevaba ya tiempo conviviendo, era asesinada por su hijo; al parecer, éste sufría de esquizofrenia y había dejado de tomar la medicación; al parecer, se quedó solo con ella en casa y la mató de una terrible cuchillada. Si Jorge era mi hermano, mi ‘asesino’ (él se acostó con mi chica, allá por el año 1981, cuando yo estaba aún en el ejército), con lo que Frigiliana era ya, antes del asesinato de la maestra, un lugar predestinado al asesinato, el crimen del 25 de octubre de 2007 iba a demostrarme que la sangre brota siempre del lugar más amable, que el azar distribuye su ración de sangre a los putos inocentes sin que nada, ni nadie, lo evite o lo remedie. Todavía aún hoy puede leerse en Diariosur.es la reseña de la noticia: “Un joven esquizofrénico acuchilla y mata a su madre y se entrega. El presunto agresor, de 26 años, telefoneó a su padre para confesarle lo que había hecho y después se presentó en el cuartel de la Guardia Civil de Nerja, donde quedó detenido. La víctima, una profesora sexagenaria en excedencia, falleció tras recibir una puñalada en el vientre”. Y, bueno, en principio Frigiliana no parecía un lugar predestinado al asesinato. Situada en la comarca de la Axarquía, la región más oriental de la provincia de Málaga, cuando yo la conocí Frigiliana era un lugar tranquilo, amable, un lugar accesible desde el Aeropuerto de Málaga-Costa del Sol a través de la autovía del Mediterráneo, en dirección Almería, a unos 60 kilómetros de distancia. Cuando yo la conocí, Frigiliana estaba aún a salvo del turismo salvaje, aunque ya se dejaban ver algunos signos de alarma, como la construcción de un mega-complejo comercial que iba a alterar, en un futuro cercano, la calidad de su ambiente y la tranquilidad de su espíritu.
Y, bueno, si alguien ha pensado, al llegar hasta aquí, que, con el crimen de la maestra, con el asesinato de la compañera de Jorge (mi hermano, mi ‘asesino’), se habían acabado los sucesos luctuosos con Frigiliana como escenario, estaba equivocado. Algunos años después (no puedo situar bien en el tiempo el suceso; trataré de explicarlo luego), un nuevo crimen iba a llenar de roja sangre el alma de un ser querido, Agustín, mi cuñado eterno, caído en el acto de combate de la vida, asesinado, al parecer, por una verdadera tontería. A diferencia del asesinato de la compañera de Jorge, de la maestra en excedencia, he intentado localizar en Google alguna reseña al asesinato de Agustín, alguna reseña en Diariosur.es o en algún diario malagueño, pero me ha sido completamente imposible. Así que, lo que a continuación relato es tan sólo fruto de mi cascada memoria, que, por aquellos años no se encontraba en el mejor de sus momentos. Al parecer, a Agustín lo mataron en un cruce de caminos, entre los cortijos que rodean las pequeñas montañas de la Axarquía, en Frigiliana; nadie puede asegurar a ciencia cierta cuál fue el motivo de la discusión (o me imagino que sí, pero ese no es el motivo de este texto); pero el hombre con el que Agustín discutía le propinó un fuerte golpe en el estómago, algo, al parecer, no demasiado importante, pero que acabó costándole la vida. Agustín, al parecer, se desangró por dentro, y nadie pudo evitarlo; algo, dentro de él, decidió romperse del todo, y Agustín nos dejó en silencio, sin que nada, ni nadie, pudiera evitarlo o remediarlo. Ahora, cuando escucho a su amado Frank Zappa, a mi ignorado Frank Zappa de su tiempo, me pongo eternamente triste. Y, sí, no puedo evitarlo, echo de menos a Agustín, echo de menos aquellos terribles tiempos en que discutíamos por cualquier cosa, pero en los que permanecíamos unidos como una araña a su tela mágica, como una mariposa tecnicolor a su puta rosa. El 25 de noviembre de 2006, yo le escribía: “Llama Agustín desde Frigiliana, en el corazón de la Axarquía. La lluvia golpea con fuerza en la costa, cerca de Nerja, pero él y Susi están tranquilos, arriba en el monte, rodeados de tierra y árboles frutales. La temperatura es buena, pero han encendido la chimenea. El brillo y el sonido del fuego ilumina la soledad de las horas”. Y, bueno, quiero que sepas que yo te escribía estas cosas desde Night City porque yo, en el fondo, te envidiaba, te envidaba a ti, a Susi, y a toda Frigiliana. Caro Agustín: Whish You Are Here, ¡ojala estuvieses aquí! Tú no tendrías que haberte ido tan pronto; tú no lo merecías; otros lo merecíamos más que tú y, ¡ya ves!, continuamos aquí, en este infierno mundo, escribiendo esto que ahora escribo recordándote, malviviendo, escribiendo.

domingo, 16 de abril de 2017

CRÓNICAS DEL ÁNGEL GRIS

En el año 2006 yo era el responsable del departamento de Recursos Humanos de una empresa de herbodietética ubicada en la calle de Peñuelas del barrio de Embajadores, en Madrid; fue entonces cuando yo tomé la decisión de contratar a Fernando Flores. Fernando Flores era de Córdoba, Argentina, y era licenciado en Ciencias Económicas; pero Fernando Flores no resultó ser la persona que yo esperaba. En las estrecheces del antro donde se desarrollaba nuestra actividad laboral (un local interior, sin luz natural, ni ventilación, y en el que mi despacho se encontraba en lo que había sido hasta entonces el hueco de un ascensor), Fernando y yo nos hicimos buenos amigos, a pesar de ser ambos las dos caras extrañas de lo que parecía, a primera vista, una misma moneda. Fernando era hijo de un policía argentino, pero eso, a pesar de lo que entrañaba ser hijo de un policía argentino, no era lo más grave; Fernando era de River (yo de Boca) y era un firme defensor del sistema capitalista. Mientras yo pasaba mis ratos libres colgando en Internet panfletos antisistema de dudosa calidad y pésimo gusto, Fernando se encargaba de enseñarme que el sistema capitalista, filosóficamente hablando, tenía importantes valedores. Fernando Flores devoraba inclemente las obras de Ayn Rand, una mujer de la que yo no había oído hablar hasta entonces, pero que, a partir de este encuentro, iba a estar muy presente en mis oraciones. Ayn Rand fue una filósofa y escritora estadounidense de origen judío ruso, conocida por haber escrito los superventas “El manantial” y “La rebelión del Atlas”, y por haber desarrollado un sistema filosófico al que denominó “objetivismo”. Al parecer, Rand defendía el egoísmo racional, el individualismo y el capitalismo “laissez faire”, argumentando que es el único sistema económico que le permite al ser humano vivir como ser humano, es decir, haciendo uso de su facultad de razonar; en consecuencia, rechazaba absolutamente el socialismo, el altruismo y la religión; entre sus principios sostenía que el hombre debe elegir sus valores y sus acciones mediante la razón, que cada individuo tiene derecho a existir por sí mismo, sin sacrificarse por los demás ni sacrificando a otros para sí, y que nadie tiene derecho a obtener valores provenientes de otros recurriendo a la fuerza física. Todo ello, según Fernando Flores, muy ‘racional’, pero, a mi modo de ver, completamente irracional y profundamente reaccionario. Pensar que, a pesar de nuestras notables diferencias, Fernando y yo pudiéramos hacernos buenos amigos, era un auténtico disparate; pero el milagro fue posible: Fernando y yo nos hicimos buenos amigos. La historia de nuestros destinos, tanto en lo vital, como en lo humano, y en lo laboral, fue un fiel reflejo de nuestra ideología y de nuestras aspiraciones existenciales. Con el paso del tiempo, Fernando Flores ascendió en aquella empresa que yo tuve que abandonar, a la fuerza, debido a las profundas diferencias éticas, y económicas, que mantenía con la dirección; Fernando supo acoplarse mejor a los fundamentos neoliberales de la explotación capitalista y yo tuve que ahuecar el ala y buscarme la vida en otros lares. Yo le había contratado, pero ahora era él el que procedía a despedirme; él ya cobraba entonces por encima de lo que yo cobraba, la moneda de dos caras había caído por el lado (al parecer) más interesante; la cuerda se había roto por el lado más débil.
No sé bien porqué pero, el 7 de enero de 2007, Fernando y yo quedamos en Colón, en el Hard Rock, para tomar unas cervezas; una mañana soleada de domingo que hoy, inesperadamente, el azar ha recuperado para mi memoria. Los dos tuvimos la buena idea de regalar un libro. Yo le regalé a Fernando “El bucle melancólico” de Jon Juaristi, y él decidió regalarme “Crónicas del Ángel Gris”, del escritor, músico, conductor de radio y televisión, y actor argentino, Alejandro Dolina. Al menos Alejandro Dolina, al contrario que Ayn Rand, no resultó ser un tipo aburrido, aunque, como la judía rusa, resultó ser preferentemente ‘científico’ y ‘racional’; en uno de los primeros textos de su libro podía leerse: “Los Refutadores de Leyendas no se limitan a demostrar que el mundo es razonable y científico, sino que también lo desean así”. En octubre de 2008 yo me encontré por última vez con Fernando Flores; quedamos en el Café de la Ópera; por aquel entonces nuestras vidas habían cambiado inesperadamente. Los dos, curiosamente, nos habíamos divorciado; yo de mi chica española y Fernando de su chica argentina. Y los dos habíamos cambiado de perspectiva: Fernando se había echado una novieta española y yo una novia argentina; Fernando pensaba quedarse a vivir en Madrid y yo había tomado la decisión de viajar a Buenos Aires para comenzar allí una nueva vida. La rueda, desde entonces, ha seguido girando, algunas cicatrices han cauterizado, algunos cristales rotos se han recompuesto, pero yo no he vuelto a saber nada más de Fernando Flores, de Córdoba, Argentina.

sábado, 15 de abril de 2017

ESTO SÍ ES MÚSICA

Entiendo que intentar justificar cierta predilección por los objetos artísticos de consumo, o por el arte de masas en general, no es (o no debería ser) ciertamente un pecado. Intentar clarificar algunas ideas básicas sobre aquello que hacemos en la vida, en nuestros momentos de ocio, o en nuestros momentos más creativos, ahora que las aguas bajan tranquilas, ahora que los fieles celebran la Semana Santa ignorando al bueno (santo) de Pier Paolo Pasolini, ahora que el barrio se ha quedado extrañamente vacío, sólo puede entenderse como el acto de construcción de un objeto artístico más de consumo, aunque sean pocos los consumidores que se pasan en la actualidad por SZASZZ, EL VIOLENTO OFICIO DE ESCRIBIR, aunque los actuales consumidores del ciberespacio prefieran en la actualidad otras plataformas (u otras redes sociales) para traficar con sus pajas mentales, con sus filias, sus fobias, y sus neuras especulares y espectaculares. Mientras intento descargarme “La conspiración de Cristo”, de Acharya S. (Valdemar), para espantar fantasmas y diferenciarme un poco del resto de mortales de este extraño país, escucho en silencio “El ángel Simón”, una emocionante canción de Nacho Vegas (Canciones Inexplicables, Umbo Starr), y me da por pensar enseguida que, más que ante una obra de arte, estoy ante el minucioso trabajo de un artesano, ante la obra de arte (perdón) de un artesano de la música. Diferenciados como estamos entre Apocalípticos e Integrados ya desde finales de la década de los 60’ del siglo pasado, y siendo muy consciente de que yo habito con total tranquilidad, y sin ninguna amenaza de extrañeza o culpa, en las filas de los Integrados, “El ángel Simón”, a pesar de ser una historia triste, me levanta extrañamente el ánimo, me asoma a la ventana de mi primavera privada donde me fumo un cigarrillo tras otro y balanceo, en silencio, mi cuerpo. Mientras tanto, Umberto Eco (Apocalípticos e Integrados. Editorial Lumen), me da pistas para llegar a comprender qué clase de experiencia estoy viviendo. Escribe Eco: “El hecho de que la canción de consumo pueda atraerme gracias a un imperioso aguijón del ritmo, que interviene dosificando y dirigiendo mis reflejos, puede constituir un valor indispensable, que todas las sociedades sanas han perseguido y es el canal normal de desahogo para una serie de tensiones. Y es un ejemplo entre muchos. He aquí pues que se perfila una primera línea de investigación, que consiste en localizar en los mecanismos de la cultura de masas valores de tipo inmediato y vital, a considerar como positivos en un diverso contexto cultural”. Obra de arte u obra de artesanía a secas, y supongo que obra de consumo de masas simple y llanamente, me gustaría preguntarle a Nacho Vegas si considera su trabajo como una obra de arte o, sencillamente, estamos todos ante la realidad de otra cosa bien distinta. Porque, a lo largo de su ya larga historia, no todos los trabajadores del rock han considerado sus obras como “obras de arte”, sino más bien todo lo contrario. Escribe Ángel Pérez Pascual en “La poesía y el rock”: “En cada época de su breve historia, el rock ha tenido siempre sus enemigos, algunos, como hemos visto, eran incluso protagonistas de su leyenda. Todos ellos coincidirían seguramente en rechazar el calificativo de arte para el rock. La gran mayoría lo ha visto como un producto industrial de consumo masivo. Sting es uno de ellos: ‘Los éxitos los compongo yo, porque tengo talento innato para ello y porque gano muchísimo dinero’. Loquillo, en una de sus canciones, ‘Rock and Roll Star’, trata con cierta ironía esta opinión: ‘Invertiré mucha pasta, me dice mi productor, con el objeto de hacerme estrella de rock and roll; me dice: yo te haré rico, tú sólo has de cantar bien, si no te pegan diez tiros en la puerta de un hotel’. Algunos negaban a su oficio explícitamente la condición de arte. Es el caso de Nick Lowe, un no suficientemente conocido precursor, productor e intérprete de algunas de las mejores canciones de la New Wave (las de Elvis Costello, por ejemplo), quien se desmarcaba de toda pretenciosidad en su trabajo: ‘no me interesa el arte, lo que quiero es desarrollar canciones con estilo, chispa, imaginación. El pop de siempre’, como si ello fuera incompatible con lo que normalmente se entendía por arte en los primeros años de la década de los ochenta. Desde luego, si ‘arte’ era algo ‘serio’, los rockeros (¿roqueros?) auténticos, pongamos por ejemplo a David Byrne, líder de los Talking Heads, pensaban que debían hacer todas las estupideces necesarias para que no les tomaran tan en serio”. Y, bueno, disquisiciones y conjeturas al margen, sigo escuchando “El ángel Simón” y sigo viajando a través de textos extraños con el fin de encontrar una justificación a esta sencilla adicción que consiste, nada más y nada menos, en escuchar música.
Viajando y viajando me encuentro con “Música en los fundamentos del logos”, la excelente Tesis Doctoral (dirigida por José Luis Pardo, el filósofo español más brillante de las últimas décadas) del Radio Futura (o pasada) Santiago Auseron. La Tesis de Santiago se abre con esta cita del Pseudo Plutarco sobre la música: “Resulta claro que los antiguos griegos tuvieron razón al interesarse, por encima de todo, en el ejercicio de la música. Pues creían que las almas de los jóvenes debían ser forjadas y dirigidas a través de la música hacia las buenas formas, porque la música es, evidentemente, útil en toda circunstancia y en toda ocupación seria, pero de modo muy particular frente a los peligros de la guerra”. Las primeras líneas de la Tesis Doctoral de Santiago Auseron, uno de los tipos más inteligentes de la movida madrileña, expresan un intento también de justificar ‘la adicción’ que, en Santiago, no sería tanto la adicción de escuchar (que también, me imagino), sino más bien la de trabajar y producir música, independientemente de si ésta, la música del rock en su caso, es o no es una obra de arte. “La filosofía afirmó su anhelo de ciencia al tiempo que se consumaba un singular olvido, tal vez relacionado con el "olvido del ser" que Martin Heidegger denunció en la evolución de la metafísica occidental, pero de contenido más concreto: el del papel fundamental que cumplió la música en la instauración de las costumbres arcaicas, en la elaboración de las fórmulas rituales, del contenido de los mitos y de las leyendas heroicas, de las metáforas más afortunadas de los poetas, de las sentencias de algunos sabios, en la preservación de las leyes y de todo aquello que mereciera ser recordado con palabras en la tradición cultural de los griegos antes del advenimiento de la escritura”. Llego a las últimas notas de “El ángel Simón” y comprendo, gracias al texto de Santiago Auseron, que la música (también en mi tiempo) ha cumplido su papel en la elaboración de fórmulas rituales, en la fabricación de mitos y de leyendas heroicas, en la construcción de las mejores metáforas de algunos de nuestros mejores poetas. “Esto sí es música”, me digo, mientras “El ángel Simón” se acaba y se termina, como se acabó y terminó la historia real del ángel Simón, aquel tipo que aconsejaba agacharse, al pasar delante de una funeraria, no fuera a ser que ‘te tomaran medidas’. Noël Carroll, en “Una filosofía del arte de masas” (La Balsa de la Medusa), pone final a este viaje, mientras yo revuelvo mis discos más viejos en busca de música y canciones, arte o no, qué más da, música al fin y al cabo. “La tarea de condenar o alabar el arte de masas en virtud de su propia naturaleza me parece quijotesca. Como la mayoría de las prácticas humanas, el arte de masas involucra ejemplos dignos e indignos (moral, política y estéticamente), y la alabanza o condena parece apropiada al nivel de los ejemplos particulares. Supongo que podría decirse en su defensa que es valioso porque pone la experiencia estética al alcance de mucha gente; pero yo creo que la auténtica defensa consiste en que ha producido obras de gran calidad”.

jueves, 13 de abril de 2017

EL TÁBANO EN LA OREJA

El pasado 11 de marzo, en la ciudad de Olavarría, a 355 kilómetros de Buenos Aires, durante un concierto de Indio Solari y su banda, Los Fundamentalistas del Aire Acondicionado, una terrible avalancha acabó con el saldo de dos fallecidos y docenas de heridos, algunos de ellos muy graves. Las imágenes del concierto, en el noticiario de televisión donde me enteré de la noticia, eran impresionantes: una masa humana completamente desproporcionada abarrotando el predio La Colmena, donde iba a desarrollarse el show; 180.000 metros cuadrados de extensión para dar cabida a un aforo aproximado de 200.000 personas, el mismo número que el Indio Solari había convocado en Tandil, a 400 kilómetros de Buenos Aires, hacía un año. Sin embargo, la presencia de Indio Solari en Olavarría traía encima un halo de misticismo aún mayor al acostumbrado, dado que el artista de 68 años, aquejado del mal de Parkinson, podía estar ante su última actuación en vivo. Las imágenes del concierto de Olavarría eran impresionantes, algo no muy alejado de otros grandes sucesos que empañaron en su día la historia del rock y de la música popular en general; pero, ¿quién era Indio Solari, quién era aquel tipo extrañamente calvo y extrañamente desconocido aquí en España? Carlos Alberto Solari, Indio Solari, nació en Paraná, Entre Ríos, en 1949, y fue uno de los fundadores, junto con Skay Beilinson, del disuelto grupo Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota. Su voz y el uso de magníficas metáforas en sus letras lo han convertido en un icono de la contracultura en la escena del rock argentino. Su imagen está caracterizada por la prácticamente nula aparición pública, concediendo entrevistas únicamente mediante la radiocomunicación. La única aparición televisada de Los Redondos se realizó en una conferencia en agosto de 1997, luego de otro recital en Olavarría, que acabó también suspendido. En 1995, Indio Solari recibió el Premio Konex, Diploma al Mérito como uno de los mejores cantantes de la década en la Argentina, repitiendo nuevamente en 2015. Tras la disolución de Los Redondos en 2001, comenzó una pausa que se prolongó hasta 2004 cuando junto a Los Fundamentalistas del Aire Acondicionado presentaron su primer álbum solista, “El tesoro de los inocentes”; en el 2007 lanzó su segundo disco, “Porco Rex”, en 2007 “El perfume de la tempestad” y en 2013 “Pajaritos, bravos muchachitos”, su último trabajo discográfico.
Y, bueno, no es nada extraño que a mí me gusté una enormidad la obra de Indio Solari, sus referencias de la infancia son prácticamente las mías: poetas y poesía beatniks, Kerouac, Ferlinghetti, Corso, historietas y libros de ciencia ficción. Escuchar a Indio Solari resulta verdaderamente embriagador y ciertamente adictivo. Su música te engancha como la peor de las drogas en una constante eléctrica en la que, con un fondo Johan Sebastian Bach psicodélico y bronco, Solari desgrana mantras poéticos en una versión argentina del mítico Allen Ginsberg. Cada mañana, desde que me hice con los discos de Indio Solari, me pongo a los mandos de la computadora y enciendo “El tábano en la oreja”, mi canción preferida del Indio, una extraña historia de un tipo extraño que, al parecer, y entre otras cuestiones, juega con una aguja hipodérmica y viste zapatones grises para el combate de la vida. Si la música de Indio Solari es adictiva, su poesía resulta de una belleza inexplicable. Ya desde sus tiempos de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, las letras de Indio Solari han servido para numerosas interpretaciones y numerosos análisis desde diferentes puntos de vista. El histórico rechazo de Solari por las definiciones lineales de sus letras (¿de qué habla esa canción?) no impidió que algunos críticos o seguidores de su anterior agrupación pusieran manos a la obra, aunque con enfoques variados. Un repaso por estos intentos arroja las interpretaciones libres de Alejandro Rozitchner para su libro Escuchá qué tema (Editorial Planeta, 2003); la inclusión de algunas letras de Los Redondos en Antología PoetasRock (La Marca, 2003), cuya selección estuvo a cargo del periodista y escritor Gustavo Álvarez Núñez; o, más recientemente, la lectura que el poeta Martín Gambarrota realizó sobre el disco Gulp! (1985) para 10 discos del rock nacional presentados por 10 escritores (Paidós, 2013). La última incorporación a esa biblioteca redonda es Filosofía ricotera. Tics de la revolución (Del Nuevo Extremo), un ambicioso ensayo de Pablo Cillo, en el que intenta establecer una suerte de filosofía autónoma al tomar como materia de estudio las letras de la banda. “A partir del discurso poético ricotero podemos derivar una Filosofía en tanto visión de mundo coherente, organizada en torno a los problemas [...] que nuestra tradición cultural generalmente asigna a dicho campo epistemológico”, se lee en una de las primeras páginas. Cillo, Profesor de Filosofía por la UBA, cuenta que haber descubierto Luzbelito en su adolescencia fue decisivo no sólo para realizar este trabajo, sino para su posterior formación humanística. “Fue como un talismán que se apoderó de mí”, dice a propósito de ese álbum, al que luego le seguiría el resto de la discografía ricotera. “Hace tiempo que tenía la idea de este libro. Recuerdo que una vez, en los pasillos de la facultad, se lo comenté a Mario Presas, un profesor muy respetado que utilizaba la poesía para relacionarla con conceptos filosóficos. Era un hombre sabio y calmo, pero cuando le hice el planteo se transformó y me dijo que estaba loco, como si hubiese nombrado al mismo demonio. Pero se sabe que al hombre, cuando le prohíben algo, le da más ganas de hacerlo”. En el pasado año 2016, en una entrevista concedida a Rolling Stone, Indio Solari, comentando su delicada situación tras haberle sido diagnosticado Parkinson, afirmaba: “Cuando tenés una enfermedad así, el reloj empieza a funcionar”. “Yo necesito primero un título que me estimule, como cuando escribís un libro. Entonces ahí empiezo a cranear, o a buscar en mis cuadernos, que tengo doce millones. Porque yo escribo en lo que llamo ‘la cantera’: escribo cosas que se me ocurren, sueltas. A veces porque creo que son ingeniosas, a veces porque creo que me representan, qué sé yo”. Ahora, a los mandos de la computadora, escucho “El tábano en la oreja”, y comprendo que Indio Solari ya no va a abandonarme nunca ¿Qué pasa en tu nube hoy?, me pregunta desde uno de los temas de “El perfume de la tempestad”. En mi nube, hoy, estoy escuchando (como no podía ser de otra manera) al gran Indio Solari.