jueves, 23 de marzo de 2017

ALEJANDRA PIZARNIK

Escribe Alejandra Pizarnik en “La palabra que sana”: “…cada palabra dice lo que dice y además más y otra cosa”. A veces me hago, entre otras, esta pregunta: ¿Qué buscaba Alejandra Pizarnik cuando se analizaba y jugaba al juego del Psicoanálisis? Me imagino que, principalmente, Alejandra Pizarnik buscaba exorcizar sus demonios. León Ostrov, con quien Alejandra Pizarnik inició una terapia psicoanalítica a los 18 años, corrobora esta idea. Según Ostrov, Alejandra Pizarnik buscaría en el Psicoanálisis “la irrenunciable y heroica tarea de acercarse al caos para entrever su ley secreta; atisbar en las tinieblas para iluminarlas con el relámpago de la palabra precisa y bella fue la tarea que eligió como definición de su destino”. Según Rebeca Bordeu, desde el punto de vista de una crítica literaria psicoanalítica, la aproximación psicoanalítica sería una forma de crítica que consideraría al texto no como un discurso de un autor sobre el inconsciente, o del inconsciente sobre el autor, sino mucho más como un lugar de encuentro donde trabajaría el inconsciente, tanto del autor como del lector. Y según Jacques Lacan, el crítico, desde esta perspectiva, debería hacer responder al texto a las preguntas que él le formula. El texto, por lo tanto, debería ser considerado como algo que activa y actualiza, en el sujeto de la lectura, sus propias emociones sepultadas, olvidadas, transformándolo en un sujeto deseante, dando a ese deseo el engaño provisorio de un objeto donde fijarse.
Alejandra Pizarnik inició una terapia psicoanalítica con León Ostrov a los 18 años. El tratamiento se interrumpió transcurrido poco más de un año, pero el profundo interés de ambos por la filosofía y la literatura derivó en una relación de amistad que se afianza durante los años en que Alejandra residió en Francia (1960-1964). De este período data la mayor parte de las cartas reunidas en CARTAS (Edición de León Ostrov), hasta el momento inéditas. En ellas, la poeta relata su experiencia de vida parisina, las nuevas relaciones que establece (con Simone de Beauvoir, Julio Cortázar, Marguerite Duras, Octavio Paz, André Pieyre de Mandiargues, Eduardo Jonquières), la precariedad económica de los primeros tiempos, el vínculo ambivalente con su familia, los desafíos, logros y dificultades de su proceso creador, pero fundamentalmente los profundos terrores y angustias que la atraviesan en los momentos de depresión más devastadores. La confianza depositada en su ex analista y el esfuerzo de éste por sostenerla a pesar de la distancia otorgan a estas cartas una particularidad que las distingue de muchas de las dirigidas a otros destinatarios. León Ostrov representaba para Alejandra una figura paterna y contenedora, a quien recurría en los momentos de angustia y desesperación más terribles, cuando surgían los miedos más inmanejables y avasalladores. En estas cartas, la escritora expone con total crudeza sus estados de ánimo más desoladores, cuando la depresión más devastadora la invadía. El “personaje alejandrino” se hace a un lado para dejar oír esa voz grave y lenta, en la que temblaban todos los miedos. Pero además, la lectura cronológicamente ordenada del conjunto permite reconstruir un relato por demás elocuente de su estancia en París, desde las vacilaciones iniciales, los cambios de domicilio, las nuevas amistades, la búsqueda de trabajo, hasta la relación con la familia, las posibilidades de publicación y, por supuesto, los pormenores del proceso creador. En las pocas respuestas conservadas, se hace evidente el esfuerzo de Ostrov por hacer consistir a ese yo que tantas veces se encuentra a punto de desmembrarse: de distintas maneras, intenta darle ánimos, reforzarla en su autoestima, ayudarla a tomar decisiones, apoyarla en sus esfuerzos, alentarla en sus proyectos. En términos de Ivonne Bordelois, “Ostrov fue una suerte de padre literario para Pizarnik, quien le dedicó La última inocencia (Poesía Buenos Aires), su segundo libro, en 1956, y uno de los poemas de Las aventuras perdidas (Altamar, 1958)”. Leer las cartas de Alejandra Pizarnik es entrar en su mundo privado de fantasmas y obsesiones, es recorrer ese infierno de sombras tóxicas que no le abandonó nunca: “Pero aquí –escribe Alejandra- me asalta y me invade muchas veces la evidencia de mi enfermedad, de mi herida. Una noche fue tan fuerte mi temor a enloquecer, fue tan terrible, que me arrodillé y recé y pedí que no me exilaran de este mundo que odio, que no me cegaran a lo que no quiero ver, que no me lleven adonde siempre quise ir”. “Dios mío –concluye Alejandra Pizarnik- que no me enajene en la demencia, que no vaya adonde quiero ir desde que nací, que no me sumerja en el abismo amado, que no muera de este mundo que odio, que no cierre los ojos a lo que execro, que no deje de habitar en lo horrible”.

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