viernes, 24 de marzo de 2017

ÁNGEL DE ORIÓN (3)

Carlos Piera, en su imprescindible ensayo “La Moral del Testigo” (La Balsa de la Medusa), a propósito de la experiencia de la escritura de poesía, escribe: “Solía relacionarse a los poetas con los videntes o los visionarios, los que ven (seres, voyants). Semejante paralelo garantiza a estas alturas la rimbombancia kitsch; con todo, es dificil que alguna verdad deje de traslucirse hasta en lo más aparatosamente publicitario, como el paralelo en cuestión, cuando viene prestando servicios tradicionales. Pues es cierto que el territorio de la poesía es el de la visión del mundo. Por oficio, por sinceridad y por coherencia, tanto en lo que escribe como en lo que hace, el poeta está especialmente sujeto a reconocerse en las palabras de Lutero: “No puedo hacer otra cosa”. Esto es lo que he visto; esto es importante; no puedo negarlo ni pueden sacarme de ello. Y tampoco reconozco a nadie el derecho a menospreciar esto que veo, por ejemplo dándolo implícitamente, al clasificarlo entre los muchos productos posibles de la cultura, como igual de válido que pudiera serlo su negación”. Todavía resuenan en mis oídos las protestas que algunos idiotas de la ortodoxia poética elevaron a las alturas del canon poético al enterarse de que, la Academia Sueca, acababa de conceder el Premio Nobel de Literatura a Bob Dylan. En el sacrosanto universo de las letras, reservado tan sólo a las ilustres plumas de lo ya consabido, y por ello evidentemente prescindible, se colaba de rondón un gnomo cínico y provocador que, a lo largo de su ya larga vida, había escrito algunos de los himnos generacionales más importantes de la cultura popular. Pero, claro está, Bob Dylan era tan sólo, en opinión de estos descerebrados, un músico, un cantautor cualquiera, que no merecía compartir espacio con los grandes poetas de la historia. Mucho me temo que, además, todos estos impresentables jamás han perdido su importante tiempo leyendo en serio los poemas de Bob Dylan. Salman Rushdie lo comprendió enseguida: “La música de Dylan está indefectiblemente ligada a la poesía”. Y el propio Dylan, a su manera, intentó aclarar las cosas cuando escribió: “Hace mucho que escribo canciones y las letras de las canciones no las escribo simplemente para que se puedan leer. Si se les quita aquello que es propio de la canción –el ritmo, la melodía- todavía las puedo recitar”. Por si alguien dudaba de la calidad literaria del nuevo premio Nobel de Literatura, el catedrático de la Universidad de Oxford Christopher Ricks ha escrito “Dylan Poeta. Visiones del Pecado” (Catarata). En su libro, Ricks analiza con ingenio las composiciones más conocidas del cantante y poeta norteamericano, emparentándolo con los grandes poetas de la tradición anglosajona: T. S. Eliot, Gerard Manley Hopkins, lord Tennyson, John Donne, William Blake e incluso Philip Larkin.
Cuando, delante de algunos de mis amigos poetas, yo expreso mi opinión (tan subjetiva como la de todos ellos), y comento que Antonio Vega es, sin lugar a dudas, el mejor poeta de mi generación, éstos suelen reaccionar como talibanes del canon poético colocando a Antonio, paradójicamente, en el mismo lugar reservado por esta clase de gente para el mismísimo Bob Dylan. Creo que todavía no se ha realizado un estudio serio de la poesía de Antonio Vega; la poesía de Antonio es sencilla, intimista, a veces desesperada, pero cuenta entre sus logros algunos descubrimientos poéticos que quedan muy lejos de todo lo escrito por los poetas de su tiempo. A Agustín Fernández Mallo, autor del muy sugestivo “Postpoesía. Hacia un nuevo paradigma” (Finalista Premio Anagrama de Ensayo 2009), por ejemplo, esta cuestión no le ha pasado desapercibida. Escribe Fernández Mallo en su libro sobre la interesante novedad que supuso la inclusión por parte de Antonio de elementos totalmente desconocidos por los autores de su generación “cuando articula metáforas –escribe Fernández Mallo- en torno a fenómenos físicos”. Para Antonio Vega, aquello que había visto, o que había experimentado, era lo realmente importante; él fue el mejor vidente de su tiempo, de sus fantasías oscuras, de sus obsesiones, de sus adicciones más inconfesables. Él hubiera suscrito la frase de Lutero citada por Carlos Piera: “No puedo hacer otra cosa”.

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