viernes, 24 de marzo de 2017

ÁNGEL DE ORIÓN (4)

Veo por enésima vez “Antonio Vega. Tu voz entre otras mil”, el documental de Paloma Conejero. Mi extrema sensibilidad me impide hacer crítica alguna del trabajo de Paloma; siempre se me escapan algunas lágrimas de contrabando cuando contemplo las imágenes de la vida de Antonio, no puedo evitarlo. Y siempre que vuelvo a ver la película encuentro detalles que, en otras ocasiones, me han pasado desapercibidos o a los que no he dado demasiada importancia. A Antonio Vega, siendo éste apenas un niño, ya se le detectó un coeficiente de inteligencia asombrosamente alto; como en otros casos parecidos, esto que podría parecer, en principio, una virtud, un don especial, o una ventaja, ya se desvelaba, sin embargo, como fruto de futuros desordenes, de falta de encaje con la vida común de los comunes mortales, como se demostró mucho más tarde. Cuenta la madre que enseguida decidieron llevarle ante un psiquiatra y que éste, al comprobar las habilidades de Antonio, no pudo más que dibujar una mueca de desencanto y anunciar a la familia que, en el futuro, deberían enfrentarse a una auténtica caja de sorpresas. A Antonio Vega le sienta bien el cine, la imagen cinematográfica, el fundido en negro que convierte en sombras la narración y que nos deja siempre pensando y elaborando conceptos en la oscuridad de la sala. A los fantasmas en general, y Antonio es uno de ellos, un terrible y solitario fantasma, les sienta bien el invento de los Hermanos Lumière, esa máquina de convocar espectros y de resucitar muertos que forma parte importante de nuestra memoria cultural. Viendo el documental de Paloma Conejero, esas imágenes terribles de los poblados chabolistas de Madrid, adonde Antonio acudía para encontrarse con su macabra dosis de heroína, uno siente miedo; pero, observando cómo Antonio disfrutaba de sus aventuras con el mundo de la Física, esa pasión desmedida por los enigmas de nuestro extraño universo, el miedo se transforma en alegría, y uno entiende que, de algún modo, Antonio siempre justificó su paso por este mundo; su aventura creativa agradecía y enaltecía la vida y sus misterios.
Antonio necesitaba crear mundos para sentirse vivo, necesitaba volar por encima de esas cumbres montañosas que escalaba siendo un crio; el mundo, en ocasiones, se le quedaba tremendamente pequeño, y él necesitaba salir fuera de sus estrechos contornos, avizorar un horizonte que era su desorden privado y su origen mítico y salvaje. Repasando los recortes de prensa posteriores al estreno de “Antonio Vega. Tu voz en otras mil”, me entero de la indignación de la familia de Antonio ante el montaje final de la cinta de Paloma Conejero, sobre todo por la inclusión de esas desangeladas imágenes del poblado de Las Barranquillas. Diego A. Manrique, no obstante, encontraba esta indignación algo desproporcionada. “No detecto –escribe Diego A. Manrique- sensacionalismo en la película de Paloma Conejero. Al contrario: se ha embellecido la vida de Antonio, con abundantes tomas de playas, montañas, nieve. Quienes conocieron su cotidianeidad podrían aportar vivencias descarnadas, deprimentes, crueles. TU VOZ… es respetuosa y melancólica, jarabe fácil de tragar. Los benditos que idealizan a sus ídolos harían bien en alejarse, no encontrarán mezquindad, morbo o carroñeo. Podrán seguir en el rebaño de los felices creyentes en que los niños vienen de Paris”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario