domingo, 2 de abril de 2017

MANDALA

Caminando entre las callejas del viejo Rastro madrileño, antes de llegar a Rivera de Curtidores, me encuentro con un oasis de magníficas telas mandala hindúes, magníficos mandalas de todos los tamaños, todas las formas, y todos los colores posibles e imaginables. Y, en seguida, sin poder evitarlo, me acuerdo de Agustín y de aquel maravilloso cielo mandala que le amparaba en su dormitorio, de aquellas terribles fotografías de ilustres desaparecidos que le hacían compañía, allí donde nunca llegó a imaginar que él también pasaría a engrosar la terrible lista de ilustres desaparecidos. Un mandala, me digo, es una mariposa tecnicolor que proyecta un centro dentro de otro centro, un centro que se multiplica en un universo de centros inabarcables e inconmensurables. “Mandala –escribió Mircea Eliade- es a la vez imago mundi y panteón. Al entrar en él, el novicio se acerca en cierto modo al ‘Centro del Mundo’; en el corazón del mandala le es posible operar la ruptura de los niveles y acceder a un modo de ser trascendental”. Mi corazón mandala no deja de darle vueltas a la idea de hacerme con el mayor número posible de telas mandala hindúes e inundar mi casa con todas las imágenes imaginables de corazones mandala. El primer mandala de mi vida, quiero imaginar ahora, fue “Rayuela”, la novela imposible del compañero Julio Cortázar. En “Rayuela” el mandala actúa como una forma estética que moldea el aparato narrativo y de legibilidad, al hacer uso de elipsis que producen un efecto espiral en la secuencia de la trama. Las elipsis marcan y desplazan un centro, centro que como en las antiguas religiones asiáticas es el ocupado por el hombre que se sitúa dentro del círculo que es su mundo. El efecto alucinatorio de desplazamiento espacial produce la insatisfacción en la búsqueda del centro de los personajes, desequilibrio que se percibe como una marca del texto en la marginalidad en que se hallan Oliveira/La Maga, que en su afán de alcanzar la deseada centralidad son impulsados a la periferia. A lo largo de toda una vida llena de extraños mandalas, uno pierde el Centro con demasiada facilidad y se ve expulsado a los horizontes fronterizos de la marginalidad y el delito; en el transcurso de la vida, no suele haber demasiados fundidos en negro donde descansar y pensar, parar y recuperar fuerzas y hacer análisis de lo que se va viviendo; el mandala, el Centro, suele desaparecer en ocasiones y, si nada ni nadie lo evita, uno queda huérfano de referencias y símbolos, uno pierde el cielo protector del Centro y debe encaminar de nuevo sus pasos al cruce de caminos donde, imagina, debe encontrarse el origen de todo.
En “Teoría y Práctica del Mandala” (Editorial Dédalo, Buenos Aires), Giuseppe Tucci sienta las bases doctrinales del mandala; escribe Tucci: “La historia de la religión hindú puede definirse como un fatigoso intento para conquistar la autoconciencia; y esto que se dice de la religión debe repetirse, naturalmente, de la filosofía, como es previsible en un país donde religión y filosofía están fundidas en la unidad de una visión (darçana) que sirve a una experiencia (sadhana). En India el intelecto nunca ha sido tan predominante como para que se superpusiera a la facultad del alma, y se separase de modo tal que provocara una peligrosa escisión entre sí mismo y la psiquis, que es la enfermedad de que sufre el occidente. En efecto, el occidente, ya para designar este malestar suyo, ya porque sea posible un hombre reducido a puro intelecto, ha acuñado una palabra nueva, insólita en la historia del pensamiento humano: la palabra ‘intelectual’”. Mandala, para Giuseppe Tucci, significa cerco: “Ante todo el mandala –escribe Giuseppe Tucci- delinea la superficie consagrada y la preserva de la invasión de las fuerzas disgregadoras simbolizadas en ciclos demoniacos”. Centro y periferia, margen y orilla, la vida es un terrible mandala donde uno se extravía en ocasiones y donde todo es posible y, a la vez, terriblemente extraño. Jugando a la rayuela de la vida uno encuentra y pierde su mandala, encuentra a Maya/María y pierde a Maya/María, escribe graffitis incomprensibles en la blanca pantalla del ciberespacio, roba libros o hace suyos los textos de otros, inaugura y cierra los templos y los cementerios sagrados, y decide parar un último momento ante la perversión de un espejo: allí, reflejado, un ángel maldito y asesino, abyecto y desalmado, vivo y enterrado, busca desesperadamente su mandala. Quizás, en algún lugar extraño, le sea concedido el don de hacerlo suyo y poseerlo de nuevo.

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